Santa Catalina de Siena, Fray Juan Bautista
Día 9
Marzo: Mortificación
Créeme que la mortificación de los sentidos al ver, escuchar y hablar, vale mucho más que llevar cadenas o tela áspera. - San Francisco de Sales
Se sabe de Santa Catalina de Siena que mientras su familia celebraba el Carnaval en su casa, ella no estaba dispuesta a unirse a ellos, protestando que como no tenía otro amor, tampoco tenía otro placer, sino en su Jesús. Él entonces se le apareció en compañía de la Virgen María y otros Santos, y la desposó con tanta claridad y certeza, que los Dominicos, por Indulgencia Apostólica, celebran una fiesta en conmemoración de ello el último día del Carnaval.
Una penitente muy devota le confesó una vez a San Francisco Javier que había mirado a un hombre con más ternura de la que era apropiada. El Santo concluyó lo que tenía que decirle con estas palabras: "Eres indigna de que Dios te mire, ya que por el hecho de mirar a un hombre, no consideras el riesgo de perder a Dios". Esto fue suficiente, pues, durante el resto de su vida, nunca volvió a dirigir sus ojos hacia ningún hombre.
La Emperatriz Leonora mantenía los ojos bajos y solo los levantaba cuando era recibida por monjes o monjas en su casa; devolvía sus saludos cortésmente, con un rostro alegre y una sonrisa amable. Cuando estaba presente en el teatro, al que estaba obligada a ir, rara vez echaba un vistazo a la espléndida reunión de la nobleza o a las magníficas escenas que se sucedían, con vistas de jardines, bosques y palacios, en perspectiva. Pasaba todo este tiempo con su mente en el Cielo, contemplando las delicias del Paraíso y recitando salmos, que, para evitar ser notada, había encuadernado en el mismo estilo que los libros de las obras de teatro, de modo que parecía muy atenta a la obra, mientras que en realidad estaba disfrutando de una vista muy diferente.
San Vicente de Paúl practicaba una mortificación continua de los sentidos, privándolos incluso de gratificaciones lícitas, e infligiéndoles a menudo sufrimientos voluntarios. Cuando viajaba, en lugar de permitir que sus ojos se desviaran por el paisaje, generalmente los mantenía en su crucifijo. Cuando caminaba por la ciudad, iba con los ojos bajos o cerrados, para ver solo a Dios. Al visitar los palacios de la nobleza, no miraba los tapices u otros objetos hermosos, sino que permanecía con la mirada baja y lleno de recogimiento. Practicaba lo mismo en las iglesias, nunca levantando los ojos excepto para contemplar el Santísimo Sacramento, no para mirar las decoraciones, por más hermosas que fueran. Nunca se le vio recoger flores en los jardines ni tomar algo que fuera agradable al sentido del olfato; al contrario, disfrutaba mucho quedarse en lugares donde había un olor desagradable, como hospitales y casas de los pobres enfermos. Empleaba su lengua solo en alabanza de Dios y la virtud, en oposición al vicio y en consolar, instruir y edificar a su prójimo. Abría sus oídos solo al discurso que tendía al bien, pues le causaba dolor escuchar noticias y conversaciones mundanas, y hacía todo esfuerzo por evitar escuchar lo que deleitaría el oído sin provecho para el alma. Cuando un penitente algo imprudente en su habla pidió a su director una camisa de tela áspera para mortificar la carne, "Hijo mío", dijo el sacerdote, poniendo su dedo sobre sus labios, "la mejor camisa de tela áspera es vigilar cuidadosamente todo lo que sale por esta puerta".
San Luis Gonzaga fue admirable por la mortificación de los ojos, pues se narra en su Vida que nunca miró a ninguna mujer a los ojos. Después de haber servido como paje a la Emperatriz durante dos años, se corrió el rumor de que ella venía a Italia, donde él estaba, y algunos lo felicitaron por la perspectiva de volver a ver a su ama. Pero él respondió: "No la reconoceré excepto por su voz, pues no conozco su rostro". Su rara mortificación fue bien recompensada por Dios incluso en vida, pues nunca fue atacado por tentaciones de la carne.
Un Mercedario