Hijas de la Caridad, Armand Gautier

Día 30

Marzo: Mortificación

"Ser santo no es otra cosa que querer lo que Dios quiere, así como ser sabio no es otra cosa que juzgar las cosas como Dios las juzga. Ahora bien, ¿quién sabe si tus sentimientos están siempre en conformidad con los de Dios? ¿Cuántas veces te has descubierto a ti mismo engañado en tus juicios y decisiones?" -San Vicente de Paúl

San Vicente de Paúl destacó en esta mortificación de su propio juicio. Estaba dotado de tanta previsión que era considerado uno de los hombres más prudentes de su tiempo; sin embargo, siempre desconfiaba de sí mismo y en todos sus asuntos recurrió no solo a Dios, sino también a los hombres. Pedía su opinión y la seguía más que la suya propia, siempre que la justicia y la caridad lo permitieran, incluso si tenían poco talento o eran sus inferiores. Cuando le pedían consejo, después de elevar su mente por un momento a Dios, lo daba, no imponiendo cosas arbitrariamente, sino explicando sus puntos de vista con modestia y dejando a la persona decidir por sí misma. Su manera de hablar era: "Parece que podría hacerse así." "Habría esta razón, que parece llevar a tal conclusión", y si se le instaba a decidir absolutamente, diría: "Me parece que sería bueno o conveniente hacer tal cosa, actuar de tal manera." Además, siempre prefería y sugería que también se pidiera la opinión de otros, y le complacía que se siguiera más que la suya propia, no porque no supiera normalmente mejor, debido a su larga experiencia y la gran luz que recibía de Dios, sino puramente por amor a la sumisión y la mortificación, y por su gran amor a la humildad, que le hacía estimar a todos mejor que a sí mismo. En una reunión de las Damas de la Caridad, una institución establecida por él para promover varios objetos piadosos, una matrona presente observó este rasgo. Ella informó al siervo de Dios de ello muy graciosamente, al final de la conferencia, expresándole su sorpresa de que él no apoyara sus opiniones, que merecían ser preferidas a todas las demás. "¡Nunca permita Dios," respondió él, "que mi pobre juicio débil prevalezca sobre el de los demás! Siempre me alegraré de que Dios trabaje lo que Él quiera sin mí, un miserable pecador". Estaba tan plenamente persuadido de que las resoluciones tomadas con madurez y el consejo de otros eran agradables al Señor, que rechazaba como una tentación cualquier cosa opuesta a ellas que llegara a su mente. Solía decir que cuando un asunto había sido recomendado a Dios y consultado con otros, debíamos ser firmes en lo que emprendiéramos y creer que Dios no nos lo imputaría como una falta, ya que podíamos ofrecer esta excusa legítima: "Oh Señor, te recomendé el asunto y tomé el consejo de otros, que era todo lo que se podía hacer para conocer tu voluntad".

Un Mercedario