San Antonio Abad , Francisco de Zurbarán
Día 12
Febrero: Humildad
"No creas que has avanzado en la perfección a menos que te consideres el peor de todos, y desees que todos sean preferidos a ti; porque es señal de aquellos que son grandes ante los ojos de Dios ser pequeños ante sus propios ojos; y cuanto más gloriosos son a los ojos de Dios, más viles parecen ante los suyos propios." - Santa Teresa de Jesús
Un día, mientras San Antonio rezaba, escuchó una voz que decía: "Antonio, no has alcanzado la perfección de un hombre llamado Coriarius, que vive en Alejandría." El Santo fue inmediatamente a buscarlo e indagó sobre su vida. Coriarius respondió: "No sé si alguna vez he hecho algo bueno, así que cuando me levanto por la mañana, digo en mi corazón que todas las personas en esta ciudad serán salvadas por sus buenas obras, y solo yo me perderé por mis pecados; y digo lo mismo por la noche, con toda sinceridad, antes de ir a descansar." "¡No! ¡No! ¡No!" respondió San Antonio, "has asegurado el Cielo para ti mismo con tu sabia práctica; pero yo no he sabido alcanzar esta excelencia tuya."
Uno de los principales hombres de Alejandría, después de haber sido recibido en un monasterio, el Abad juzgó por su apariencia y otros signos que era un hombre duro, altivo y lleno de orgullo mundano. Deseando guiarlo por el camino seguro de la humildad, lo colocó en la portería, con instrucciones de arrojarse a los pies de todos los que entraban o salían y de rogarles que rezaran a Dios por él, porque era un gran pecador. Él obedeció con exactitud y perseveró en este ejercicio durante siete años, adquiriendo así una gran humildad. El Abad entonces consideró que era hora de darle el hábito y admitirlo en la sociedad de los demás miembros de la Orden. Pero cuando se enteró de esto, imploró y suplicó que lo dejaran como estaba durante el poco tiempo que, según decía, le quedaba de vida. Se le concedió su petición, y resultó ser un verdadero profeta, pues, después de diez días, murió en gran paz y confianza en cuanto a su salvación. Esto lo relata San Juan Clímaco, quien dice que había hablado con este hombre, y cuando le preguntó cómo ocupaba su tiempo cuando permanecía en la puerta, él respondió: "Mi ejercicio constante era considerarme indigno de quedarme en el monasterio y de disfrutar de la vista y la compañía de los Padres, o incluso de levantar los ojos para mirarlos".
Leemos de la venerable María Seraphina di Dio que parecía no tener ojos excepto para ver y exagerar sus propios defectos, y para admirar las virtudes de los demás. Así, cuando veía a otros realizando alguna buena acción, decía, con sentimiento: "¡Qué felices son! ¡Todos, excepto yo, se dedican a los servicios de Dios!" Cuando veía a alguien acudir a los confesores, pensaba que solo tendrían que escuchar y hablar de Dios, mientras ella se reprochaba que iba únicamente para contar sus errores y pecados. Si alguna vez veía a alguien cometer una falta, siempre encontraba medios para excusarla o mitigarla, y así lograba, a pesar de los pecados de los demás, conservar la opinión que tenía de sí misma como la peor de todos.
Un Mercedario